domingo, 14 de septiembre de 2008



14 de septiembre
EXALTACIÓN DE LA SANTA CRUZ
ORIGEN DE ESTA FIESTA
Emperadores, reyes, conquistadores, en una palabra todos los grandes de la tierra, se complacen en ostentar por doquiera los signos de su autoridad y los emblemas de su poderío. Las naciones todas muéstranse orgullosas de izar y desplegar sus banderas por lejanas tierras. Pero cualquiera que sea su poder, a despecho de su orgullo y de sus locas ambi­ciones, los grandes de acá abajo nunca llegan, en realidad, a extender su dominio más que en una pequeña parte del mundo. Más allá de los límites de sus posesiones, tienen el dolor de ver ondear los emblemas de otras potencias en vez de los suyos.
Tan sólo el Monarca del cielo, el Rey de reyes, puede levantar un es­tandarte que domine sobre todas las regiones o imperios del universo mundo. Este estandarte que no ha sido manchado con sangre de los ven­cidos, ni amasado con lágrimas de los oprimidos, que no ha sido plantado sobre ruinas y cadáveres, es la Cruz de Cristo prenda de paz, de felicidad y de perdón.
Constantemente perseguida y hollada en esta tierra que ha santificado con su presencia, ha triunfado siempre de todas las persecuciones y se ha levantado más hermosa y radiante después de la tormenta, viendo caer vencidos y deshechos a los emperadores y procónsules que la persiguie­ron. Asociada por Cristo al cáliz de sus ignominias, participa aquí abajo del esplendor de su triunfo y de la gloria de su inmortalidad.
En los primeros siglos del Cristianismo, la Cruz divina, en la cual quiso sufrir y morir Jesucristo, había permanecido desconocida y oculta, como si la Providencia hubiera querido por eso mismo sustraerla a la rabia de sus perseguidores. Descubierta por las diligencias de la piadosa reina Santa Elena, junto al Santo Sepulcro de Jerusalén, en donde había sido enterrada, y oficialmente reconocida por el sello del milagro, fue enarbolada con gran pompa en la cima del Calvario, en donde tres siglos antes había sido levantada por los judíos, entre gritos de odio, insultos y blasfemias. El descubrimiento de la más augusta de las reliquias, es el que la Iglesia celebraba antes el tres de mayo bajo el título de Invención de la Santa Cruz. La solemnidad establecida el 14 de septiembre, con el nombre de Exaltación de la Santa Cruz, al mismo tiempo que nos recuerda nuevos combates y persecuciones, nos invita a celebrar un nuevo triunfo de la Cruz: su rescate del yugo de los persas y su restablecimiento so­lemne en Jerusalén por el emperador Heraclio.
LA CRUZ EN PODER DE LOS PERSAS. EL EMPERADOR HERACLIO SE APRESTA A DEFENDERLA
Tres siglos hacía que la Cruz del Salvador brillaba en el Calvario plantada por el gran Constantino y su madre Santa Elena, cuando un monarca tan impío como cruel, el feroz Cosroes, cayó sobre Jeru­salén con un formidable ejército. Este bárbaro pasó todo a sangre y fuego, tanto en la capital como en todo el país de Israel. Los que pudieron escapar de la matanza cayeron en la esclavitud con los sacerdotes y el patriarca de Jerusalén, Zacarías. El vencedor se apoderó de la Cruz del Salvador y se la llevó a su país idólatra (año 614).
Sucedieron estos hechos cuando ya declinaba el reinado del empera­dor Focas. Los cristianos quedaron transidos de dolor y mudos de es­panto ante tanto desastre. El valiente y piadoso Heraclio, sucesor de Focas, que a la sazón imperaba en Constantinopla, sobreponiéndose al terror que de todos se había apoderado, paralizando los ánimos, se levan­tó para vengar la injuria hecha a su Dios, libertar a los cristianos del yugo de los persas y poner término a sus abominables sacrilegios.
No contando con fuerzas suficientes para luchar con probabilidad de éxito contra enemigo tan terrible como Corroes creyó prudente hacer primero proposiciones de paz, y a este fin envió al general de los persas varios embajadores con orden de aceptar cualquier condición que no fuera contraria a la dignidad y honor del nombre cristiano. Pero el dés­pota sanguinario, embriagado por su propia iniquidad tuvo la osadía de exigir como condición que los cristianos abjuraran de su religión abra­zando el sabeísmo o culto del sol. «Id y decid al que os ha enviado —dijo a los embajadores— que no tenéis que esperar paz de mí mientras per­sistáis adorando como Dios a un hombre crucificado y rehuséis rendir público homenaje al sol».
Indignado Heraclio ante tan infame proposición, no vaciló más y em­pezó los preparativos de guerra. Las Iglesias le entregaron todo el oro y plata de que podían disponer para hacer frente a las primeras necesi­dades de la expedición y los sacerdotes le secundaron con sus fuerzas. Sin embargo no se consiguió reunir más que un reducido ejército, insu­ficiente para secundar el valor del general. Pero, ¿qué importa el número cuando se tiene a Dios por ayuda? Heraclio confiaba en el socorro y la protección del cielo más que en las fuerzas de su ejército para triunfar de sus enemigos. ¿Por ventura no se iba a defender la causa de Dios? A Él, pues, correspondía asegurar el feliz éxito de las armas.
Preparóse para la guerra con el ayuno y la oración. Antes de salir de Constantinopla fue a la Catedral, en actitud penitente. Humildemente prosternado ante el altar pidió al Dios de los ejércitos bendijera una ex­pedición emprendida únicamente por su gloria y la libertad de su Cruz, rogándole asimismo velara con amor sobre su querida Constantinopla durante su ausencia. Parecida súplica y recomendación dirigió a la San­tísima Virgen, a la que profesó toda la vida particular devoción.
—Piadoso emperador —díjole entonces Jorge Pisides—, confiad; Dios no os dejará perecer; en vez de ese calzado negro que por humildad os habéis puesto, volveréis con calzado rojo, tinto en sangre de los persas.
Los acontecimientos no tardaron en verificar esta predicción. Llegó la hora de la salida y Heraclio habiendo recibido el juramento de fidelidad de sus tropas y jurado él mismo combatir con ellas hasta la muerte, con­fió su hijito Constantino al patriarca Sergio y marchó contra los persas.
TRIUNFO DE HERACLIO. LA CRUZ RECONQUISTADA
El héroe cristiano no se equivocó al poner su confianza en el socorro del cielo. Apenas se hubo enfrentado con el enemigo, las legiones infieles se replegaron y dispersaron por todas partes. El impío Cosroes, abandonado de sus soldados, viose obligado a huir vergonzosa­mente, pero perseguido por la venganza divina, fue detenido en su huida y hecho prisionero. Libertado después se vio abrumado de ultrajes y malos tratos y posteriormente condenado a muerte por orden de su propio hijo. Tal fue el fin de este bárbaro, siempre sediento de sangre, que había asolado el Oriente con sus atrocidades y que hizo a los cristianos la guerra más sangrienta e inhumana sufrida hasta entonces.
Heraclio, victorioso, dio solemnes acciones de gracias a Dios por la victoria que acababa de otorgarle tan milagrosamente y ordenó una procesión solemne en la que tuvo parte todo el ejército para patentizar ante todos su agradecimiento al cielo (628).
La Cruz de Nuestro Señor, que había sido el móvil poderosísimo de esta guerra fue también el principal fruto de la victoria. El emperador exigió del nuevo rey persa, Siroes, entre otras condiciones, la devolución de la Santa Cruz de la que Cosroes, su padre, se había apoderado en Jerusalén, y además la libertad de todos los prisioneros imperiales que aún quedasen en cautividad. Entre estos estaba el patriarca Zacarías, separado de su grey hacía catorce años. Por especial protección del cielo, el leño de la verdadera Cruz había permanecido intacto en el estuche de plata en que estaba encerrado.
Gozosísimo el emperador por su triunfo, llevó consigo la Cruz a Cons­tantinopla, donde entró entre las aclamaciones de la multitud, y las de­mostraciones de la más viva simpatía de sus subditos, rodeado del cortejo y pompa acostumbrada, con los antiguos triunfadores. El pueblo salió a su encuentro con antorchas y ramos de olivo.
Por doquier se aplaudía al héroe que con la derrota de los bárbaros había reparado el honor del imperio y la gloria del nombre cristiano. En estos transportes de alegría y entusiasmo saludábase a la Cruz rescatada por fin de las manos de los infieles y devuelta a sus fieles adoradores.
LA SANTA CRUZ REPUESTA EN JERUSALÉN
Heraclio se embarcó para Palestina en la primavera del año siguien­te (629) con el intento de reponer por sí mismo la augusta reliquia en el Monte Calvario y dar gracias a Dios una vez más por los favo­res de que le había colmado.
Su conducta, en estas circunstancias, fue uno de los homenajes más brillantes que se hayan rendido por los reyes de la tierra a Aquel de quien proceden toda justicia y realeza.
Al entrar en la ciudad, el emperador, quiso llevar por sí mismo la Cruz sobre sus hombros, participando así, en cierto modo, de las humi­llaciones del Hombre Dios. En medio del religioso silencio de los espec­tadores, se adelantó hasta la puerta que da a la montaña santa, pero al llegar a esta puerta, de repente se paró, pues una fuerza misteriosa le impedía avanzar. Sorprendido y extrañado de lo que le sucedía, se volvió al patriarca Zacarías, el cual le dijo: «Príncipe, pensad que tal vez, el ropaje de que estáis revestido, no sea conforme al estado de pobreza y de humildad de Nuestro Señor Jesucristo cargado con su Cruz; Él estaba coronado de espinas cuando atravesaba las calles de esta ciudad, para ir a consumar su sacrificio y vos lleváis una rica diadema; vos vais cal­zado y Él iba descalzo».
Movido por estas palabras cuya verdad reconoció, Heraclio apresu­róse a deponer sus ricas vestiduras y los símbolos de su dignidad y se puso un hábito sencillo que evocaba la humilde túnica de Cristo, y así continuó sin dificultad su camino hasta el Calvario.
Allí, en presencia de inmensa concurrencia de fieles, la Cruz fue re­plantada ante el universo para ser por siempre el objeto de nuestro culto y de nuestra veneración. Para exaltar más su gloria y hacer su triunfo aún más memorable, Dios permitió, que por la virtud de este leño santo, se verificasen en aquella circunstancia numerosos milagros: resurrec­ción de varios muertos, curación de paralíticos, de diez leprosos, mu­chos posesos se vieron libres del demonio, infinidad de enfermos sa­nos de sus dolencias.
CULTO TRIBUTADO A LA CRUZ POR LA PIEDAD DE LOS FIELES
Tal es la historia de esta fiesta con la que se relacionan los princi­pales hechos de la historia del cristianismo. Por mucho tiempo ha sido celebrada en Oriente y el 14 de septiembre acudían a Jerusalén peregrinos de todas las naciones del mundo para celebrar la recu­peración de la Santa Cruz.
El 14 de septiembre de 335 habíase celebrado la dedicación de la basílica constantiniana que cubría bajo sus bóvedas el Calvario al par que el Santo Sepulcro. La peregrina española Eteria —siglo IV— dice que «en esa fecha se descubrió la Cruz y por eso se celebra esa solemnidad con tanta pompa como la misma fiesta de Pascua y de Epifanía». He ahí el origen de la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz a la que parecen haberse referido muchas de las efemérides gloriosas de la Enseña cris­tiana a través de los siglos, y a la que el prodigioso acontecimiento qué relatamos dio su significación definitiva.
Los piadosos habitantes del Líbano, particularmente, la han celebra­do siempre con devoción y solemnidad especiales. En la vigilia de la fiesta, al atardecer se encendían incontables hogueras en las alturas, que rivalizando en luminosidad con el centelleo de las estrellas se reflejaban en el azul del vecino mar. No había colina, roca, ribazo o cabana, desde el pie a la cima de las más altas montañas, desde Sidón hasta Trípoli; en donde no se rindiese público homenaje a la Cruz. No había católico que no se asociase a la fiesta y alegría de la Iglesia. Todas las campanas unían sus voces a los cantos de los fieles, al murmullo de las olas, a la alegría de la tierra para exaltar al árbol de vida que trajo la salud al mundo.
En Occidente, la piedad de los cristianos ha consagrado igualmente desde tiempo ha, el recuerdo de esta fiesta. Se exponían en ese día a la adoración pública y se daba a besar a los fieles las reliquias de la verda­dera Cruz en las iglesias que tienen la dicha de poseer alguna partícula de ella.
TRIUNFO DE LA CRUZ A TRAVÉS DE LOS TIEMPOS
En un sentido más general, la fiesta de la Exaltación de la Cruz es la figura del triunfo de la Santa Cruz de Jesucristo sobre el error: triun­fo de Constantino sobre los tiranos, sus enemigos; de los Papas so­bre los emperadores simoníacos de Alemania; del principio de la civili­zación cristiana sobre la barbarie armada.
Se diría que la Providencia, queriendo eternizar la gloria y conquis­tas de la Cruz se ha complacido en multiplicar en todas las épocas sus enemigos para también multiplicar sus triunfos. Ya son los iconoclastas que durante siglos luchan con rabia salvaje para hacer desaparecer todos los emblemas de nuestra santa religión, y en particular el signo adorable de nuestra redención; ya los musulmanes e infieles que en tiempo de las Cruzadas, particularmente, juran exterminar desde el último discípulo de Cristo hasta los postreros vestigios del cristianismo.
Cuando parece que todo ha acabado, que la Cruz ha desaparecido para siempre anegada en sangre de mártires, de repente vense a los pueblos levantarse con magnífico arranque y volar a su defensa ya en Europa, ya en lejanas tierras, en cualquier parte en donde esté amenazada, y la Cruz reaparece en el horizonte, anunciando al universo pacificado que su reino durará siempre.
Las furias revolucionarias vendrán a su vez, amenazando sepultar la Cruz en el abismo a donde tantas grandezas han precipitado y hecho desaparecer; pero también sus esfuerzos serán impotentes, sus amenazas sin efecto y sus maquinaciones ineficaces.
El hacha impía y sacrilega, la tea revolucionaria y la bomba destruc­tora que hicieron astillas o redujeron a polvo y cenizas o volaron en mil trozos las cruces venerandas de nuestros templos, de nuestras plazas pú­blicas y caminos, de nuestras escuelas y hospitales, se romperán y apa­garán, y la Cruz permanecerá incólume en medio de tanta ruina. Filóso­fos, revolucionarios, legisladores sin fe, sectarios arteros, bajarán triste­mente a la tumba, y sobre el polvo mudo de sus rostros la Cruz se alzará siempre triunfante y gloriosa, permanecerá enhiesta sobre las ruinas amontonadas por las pasiones humanas, siempre inquebrantable, siem­pre triunfante. Cada nuevo día extiende más lejos sus brazos victoriosos para bendecir a nuevas naciones y cobijar nuevas tierras.
Compañera inseparable del misionero ha penetrado en la pobre caba­ña del salvaje, en las islas lejanas y perdidas del océano, en las naciones y pueblos más inhóspitos para llevar a ellos el bálsamo de los consuelos celestiales, hacer brillar la esperanza y endulzar la amargura de las pe­nalidades de esta vida.
La Exaltación de la Cruz es el triunfo de todas las virtudes que dis­tinguen al cristianismo: la mortificación, humildad, pobreza y amor al prójimo, sobre la voluptuosidad, el orgullo y la ambición, sobre todos esos vicios que el mundo ha divinizado y que la religión trata de des­arraigar. Es como una síntesis de los anales del cristianismo, como un recuerdo de su doble influencia sobre los hombres operada por las doc­trinas y por los hechos; es la victoria de la Iglesia sobre el mundo, del espíritu sobre la carne, es el exponente de la Pasión de Cristo.
Cada año celebra el Universo una verdadera apoteosis de la Cruz y de sus misterios durante las solemnidades a la Semana Mayor, singularmente en la jornada del Viernes Santo. Claro que los homenajes se dirijen a Jesucristo Crucificado, pero es que la Cruz no se concibe sin Jesucristo. El Crucificado, síntesis feliz de la obra redentora, recibe en esos vene­randos días —los disantos— los más puros afectos de los hombres redi­midos. Gime la Iglesia y medita silenciosa en los fúnebres oficios de la mañana de la parasceve.
Adora reverente la Cruz preciosa mientras el coro derrama las no­tas quejumbrosas del Popule meus. Discurren fervorosos los sagrados oradores sobre el tema inagotable de las «Siete palabras», que el pueblo fiel escucha con mística exaltación. Hoy las maravillas de la radiodi­fusión y televisión llevan al hogar y a la plaza pública los ecos salutí­feros de la divina palabra y truecan así por unas horas en templo todos los poblados.
Relieve singular alcanza la cristiana conmemoración y el cálido ho­menaje a la cruz bendita —dulce lignum, dulces clavos— en los sitios más célebres de la Tierra: Jerusalén, Roma, las diversas capitales del mundo, las ciudades a las que la Providencia hizo el obsequio de una re­liquia insigne del Redentor y hasta aldeas como la bávara Oberammergau, donde cada diez años desde el famoso del voto público se lleva al escenario de la Naturaleza el drama plástico y vivido de la Pasión por obra del pueblo entero.
¡Las procesiones! En esto se lleva la palma indiscutiblemente Espa­ña. Y no sólo el sur, ocurrente y magnífico siempre, sino también el cen­tro, austero y recio hasta cuando reza, y el norte, piadoso por herencia.
Se honra al dolor, en estos días y con estas populares explosiones de religioso entusiasmo: al Dolor supremo que quita la vida al Autor de ella. La Cruz desnuda precede a las innumerables cofradías que desfilan enlutadas por las plazas y avenidas. Siguen los «pasos», todos expresión patética de la infinita pena del Señor o de su Santísima Madre, pena que culminó en el Monte Santo, en la Cruz y junto a la Cruz. Y llueven las «saetas» —poesía y plegaria a la vez— que rasgan el viento perfumado de la noche, escuchadas por todos con silencio ritual.
A este homenaje sin par ha precedido la labor meritísima de los ar­tistas imagineros, de que siempre abundó también España. Y así vemos cada año con renovada admiración las maravillosas tallas del Crucificado o de la Dolorosa, obra de gubias ya celebérrimas en la historia del Arte.
La Naturaleza en tanto, pasado ya el invierno, se abre jubilosa a la renaciente primavera, que unas veces llora en celebración delicada del magno acontecimiento y otras luce esplendente un sol prometedor, bella epifanía de colores que preparan el ánimo a las inmortales alegrías de la Resurrección.
O Crux, ave, spes única,
Mundi salus et gloria.

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